jueves, 19 de noviembre de 2009

SANTOS

HOMBRES DE OTRA CLASE
Cuando leo acerca de las hazañas de los santos del Antiguo Testamento, mi corazón arde. Estos santos estaban tan cargados por la causa del nombre de Dios, que hicieron poderosas obras que desconciertan la mente de la mayoría de cristianos hoy en día.
Aquellos santos de antaño eran como rocas en su negativa en ir delante sin una palabra de Dios. Y ellos lloraron y gimieron a veces por días por la condición descarriada de su casa. Ellos se negaban a comer, beber o lavar sus cuerpos. Ellos arrancaban mechones de pelos de su cuero cabelludo y sus barbas. El profeta Jeremías inclusive se recostó de costado en las calles de Jerusalén por 365 días, continuamente advirtiendo del juicio venidero de Dios.
Me pregunto ¿De donde estos santos obtuvieron la autoridad espiritual y la fuerza para hacer todo lo que ellos hicieron? Ellos eran hombres de una clase diferente, siervos de un tipo totalmente diferente de aquellos que nosotros vemos en la iglesia hoy. Simplemente no me puedo identificar con ellos y su andar. Yo sé que no soy totalmente de su clase. Y no conozco a un solo cristiano que lo sea.
Algo acerca de esto me inquieta. La Biblia dice que las proezas de los hombres del Antiguo Testamento fueron registradas como lecciones para nosotros: “Estas cosas les acontecieron como ejemplo y están escritas para amonestarnos a nosotros a quienes han alcanzado los fines del siglo” (1Corintios 10:11). Sus historias son como ejemplos, para mostrarnos como mover el corazón de Dios, o como llevar a un pueblo corrupto al arrepentimiento.
Así que, ¿Fueron estos santos una raza especial? ¿Eran superhombres, con un destino predeterminado, dotados con poderes sobrenaturales desconocidos para nuestra generación? De ninguna manera. La Biblia declara enfáticamente que nuestros piadosos ancestros eran personas como tú y yo; sujetas a las mismas pasiones de la carne (vea Santiago 5:17). El hecho es que, sus ejemplos nos revelan un patrón a seguir. Estos hombres poseían algo en sus caracteres que causaba que Dios pusiera su mano sobre ellos. Por eso Dios los escogió para cumplir sus propósitos. Y él nos insta a buscar la misma calidad de carácter hoy.
Estoy inquieto por otra diferencia entre estos hombres del pasado y la mayoría de los cristianos de hoy. Vivimos en la época más perversa de la historia. Nuestra presente generación es muchas veces peor que aquélla de Nínive o Sodoma. Nosotros tenemos la cerviz mas endurecida que el antiguo Israel, más violentos que en los días de Noe. Si hubo un tiempo cuando el mundo necesita santos de una fe intensa, es ahora. Y creo que Dios esta buscando la misma clase de siervos devotos hoy. Él esta buscando hombres y mujeres quienes se esforzarán por conocer su corazón, hacer proezas poderosas en su nombre, y traer sociedades enteras de vuelta a él.
Piénsalo: ¿Por qué Dios levantaría hombres de profundo quebrantamiento y búsquedas santas en tiempos pasados, y sin embargo descuidar de hacer lo mismo hoy? ¿Por qué él arbitrariamente dejaría a la generación mas necesitada en la historia, sin voces santas? Sabemos que Dios no ha cambiado. El es el mismo, ayer, hoy, y por todos los siglos (vea Hebreos 13:8). Y servimos al mismo Señor como aquellas generaciones pasadas. Así que, ¿donde están los siervos intensos hoy quienes llevaran su carga y hablaran por su causa?
Finalmente, lo que más me inquieta es que nosotros poseemos algo que aquellos hombres santos no poseyeron. En estos últimos días, el Señor ha derramado sobre nosotros el don del Espíritu Santo. Por lo tanto, nuestra generación tiene acceso a más poder ayudador y dones celestiales que nunca. En resumen, nos ha dado todo lo que necesitamos para levantarnos como hombres de otra clase. Y Dios esta llamando a tales siervos a salir y ser apartados.
La pregunta para nosotros es, ¿Por qué Dios tocó y ungió a estos hombres en particular tan poderosamente? ¿Por qué sus ministerios fueron capaces de cambiar los destinos de naciones enteras? La Biblia revela como estos “hombres de otra clase” se hicieron tan embelesados con el Señor y con su causa. Y esto expone como sus sendas pueden ser seguidas por cualquier siervo de Dios.
1. Esdras fue un hombre de Dios que despertó a toda su nación.
La Escritura dice que Esdras fue un hombre que tenía la mano de Dios sobre él. Esdras testifico, “…Y yo, fortalecido por la mano de mi Dios sobre mí,” (Esdras 7:28). En otras palabras, Dios extendió su mano, envolviendo a Esdras y lo hizo un hombre diferente.
¿Por qué Dios haría esto con Esdras? Había cientos de escribas en Israel en ese tiempo. Todos ellos tenían el mismo llamado a estudiar y a exponer la palabra de Dios al pueblo. ¿Qué separo a Esdras de los otros? ¿Qué hizo que el Señor pusiera su mano en este hombre, y le diera cargo sobre 50,000 personas para reedificar la ciudad caída de Jerusalén?
La Escritura nos da la respuesta “Esdras había preparado su corazón para inquirir la ley de Jehová y para cumplirla” (Esdras 7:10). Es simple: Esdras hizo una decisión consciente. Él determina por encima de todo escudriñar la Palabra de Dios y obedecerla. Y el no se desvió de esa decisión. El se dijo a sí mismo, “Voy a ser un estudiante de la Palabra. Y voy a aplicar todo lo que lea.”
Esdras no tuvo alguna experiencia sobrenatural que le dio un amor por las Escrituras. El no fue movido por el Espíritu de Dios en la noche ni le fue dicho, “Tú vas a guiar a 50,000 al arrepentimiento y hacer mi obra. Y para hacer eso, vas a necesitar poder, fuerza, pureza, y autoridad espiritual. Sin embargo, esto solo viene conociendo y obedeciendo mi Palabra. Así que para cumplir mi plan para ti, voy a dotarte con amor por las Escrituras. Mañana, tú despertarás con un hambre insaciable para estudiar y obedecer y mi Palabra.”
Esa fue la forma en que ocurrió eso, de ninguna manera. Mucho antes que Dios pusiera su mano sobre Esdras, este hombre era diligente en escudriñar las Escrituras. Él permitió ser examinado, lavado por ella y limpiado de toda inmundicia de cuerpo y de espíritu. Como resultado, Dios vio en Esdras a un hombre que estaba saturado de la Palabra. Esdras tenía hambre de las Escrituras y se regocijaba en ellas. En resumen, él permitió que las Escrituras prepararan su corazón para cualquier obra de Dios para él. Esta es la razón por la cual Dios puso su mano sobre Esdras y lo ungió.
Como Esdras, David era un “hombre de otra clase” que cambio el curso de su nación. Y como Esdras, David saturó su corazón en la Palabra Dios. Él escribió el Salmo 119, el cual contiene 176 versos, casi cada uno de ellos exaltando la gloria de la palabra de Dios: “En mi corazón he guardado tus dichos para no pecar contra ti… Me regocijaré en tus estatutos; no me olvidare de tus palabras… ¡Oh, cuanto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación… Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino… sumamente pura es tu palabra, y la ama tu siervo” (119:11, 16, 97, 105, 140).
Esdras también dispuso su corazón a ayunar y orar.
“Y publiqué ayuno… para afligirnos (humillarnos) delante de nuestro Dios, para solicitar delante del camino derecho para nosotros, y para nuestros niños, y para todos nuestros bienes” (Esdras 8:21).
A estas alturas, Esdras estaba guiando a la congregación de vuelta a Jerusalén. El camino iba a ser peligroso, lleno de ladrones, rateros, y asesinos. Así que el rey de Persia ofreció enviar una tropa para que fueran con ellos. Pero Esdras no aceptó su oferta. En cambio, él testificó al rey, “La mano de nuestro Dios es para bien sobre todos los que le buscan: Más su poder y su furor contra todos los que le abandonan.” (8:22).
La respuesta de Esdras nos dice varias cosas sobre la forma de pensar de un “hombre de otra clase.” Primero, Esdras confirma otra vez que la mano de Dios no solo esta sobre unos pocos destinados. El Señor extiende su toque a todos los que determinan buscarle: “la mano de nuestro Dios es para bien sobre todos los que le buscan.”
Segundo, Esdras le dice al rey, ‘El furor (de Dios) contra todos los que le abandonan.” Él estaba diciendo, en esencia, “Gracias por su oferta, rey, pero nosotros servimos a un Dios poderoso. Él es capaz de preservarnos a través de cada aspecto de la obra a la cual nos ha llamado a cumplir.” Esdras tenia un sentir tan fuerte acerca de esto, que la Escritura dice que el estaba realmente “avergonzado de pedir al rey tropa de gente a caballo que os defendiesen del enemigo en el camino” (8:22).
Finalmente, Esdras mandó al pueblo a ayunar. Esto nos dice que el no estaba diciéndole a la gente que aceptara las promesas de Dios por fe. El no solo dijo, “Tenemos que confiar en la Palabra Dios que él nos protegerá. Mientras tanto, sigamos adelante.”
No, según Esdras, había algo más que hacer. Él estaba diciendo, “Si, creemos en la Palabra de Dios para nosotros. Pero ahora tenemos que ayunar y orar hasta que veamos que la palabra se cumpla. Y no vamos a dar un paso adelante hasta que esto ocurra.” Así que, la Escritura dice, “Ayunamos, pues, y pedimos a nuestro Dios sobre esto, y el nos fue propicio… y la mano de nuestro Dios estaba sobre nosotros, y nos libro de la mano del enemigo, del acechador en el camino” (8:23,31).
Esta misma calidad de carácter es encontrada a través del Antiguo Testamento. Moisés, Josué, los ancianos y profetas todos ayunaron y oraron. Ellos no solamente aceptaron la Palabra de Dios por fe. Ellos actuaron en ella en fe. Y eso no significa solo ir al azar, sino ayunar y orar primero, en total confianza para ver la Palabra de Dios cumplirse.
Este mismo patrón bíblico es destinado para nosotros hoy. El Ejército de Salvación fue fundado por el General Booth por medio de oración y ayuno. De la misma manera, nuestro propio Desafió Juvenil nació hace más de cuarenta años de la oración y ayuno. Lo mismo es cierto de un sinnúmero de ministerios que están prosperando hasta este día. El Señor llama a ayuno y oración a cualquiera que dispone su corazón a la causa de Dios.
Además del estudio de la Palabra de Dios y oración y ayuno, debe haber una
purificación por su Palabra.
Esdras y aquellos de su tipo lloraron y se regocijaron bajo la mano de Dios. Sin embargo, ¿Cómo fue que estos devotos hombres llegaron a esta condición? ¿Cómo llegaron a compartir el corazón quebrantado de Dios por lo pecados de su generación?
Hallamos la respuesta en el ministerio de Esdras. Una vez que el pueblo llego a Jerusalén, Esdras fue usado por Dios para traer un arrepentimiento profundo y radical. “Bendijo entonces Esdras a Jehová, Dios grande. Y todo el pueblo respondió: ¡Amen! ¡Amén¡ Alzando sus manos” (Nehemías 8:6).
Esdras luego leyó la Palabra de Dios al pueblo y “Todo el pueblo lloraba oyendo las palabras de la ley” (8:9). Sin embargo, tan pronto como el pueblo se había arrepentido, Esdras, les insto a regocijarse. “Dijeron a todo el pueblo… no os entristezcáis ni lloréis… no os entristezcáis; porque el gozo de Jehová es nuestra fortaleza” (8:9-10). Así que “todo el pueblo fue a comer y a beber, y a obsequiar porciones, a gozar de grande alegría, porque habían entendido las palabras que le habían enseñado” (8:12).
Yo te pregunto, ¿Por qué había allí regocijo? Fue porque un hombre ya había tomado la carga de compartir el acongojado corazón de Dios por el pecado de su pueblo. Esdras ya sabia de sus transgresiones, como se habían mezclado con paganos y habían tolerado sus abominaciones. ¿Cuál fue la reacción de Esdras a esto?
“Cuando oí esto, rasgue mi vestido y mi manto, y arranque el pelo de mi cabeza y de mi barba, y me senté angustiado en extremo… Me postre de rodillas, extendí mis manos a Jehová mi Dios, y dije: Dios mío, confuso y avergonzado estoy para levantar oh Dios mío, mi rostro a ti, porque nuestras iniquidades se han multiplicado sobre nuestra cabeza, nuestros delitos han crecido hasta el cielo… Porque no es posible estar en tu presencia a causa de esto.” (Esdras 9:3, 5-6,15).
Esdras fue sacudido hasta lo mas profundo de su ser una vez que vio la profundidad del pecado del pueblo. Sin embargo, ¿Cómo supieron cuan profundamente ellos habían herido el corazón de Dios? Era porque Esdras tenía una clara visión de la ira de Dios. La palabra de Dios era un martillo a su alma, haciéndole llorar, “Estoy avergonzado, tengo que ruborizarme en tu presencia por nuestros pecados.” Nadie puede experimentar esta clase de quebrantamiento que Esdras tuvo a no ser que haya sido martillado por la Palabra.
Lo mismo es cierto para cada amante de Jesús hoy. Si estamos saturados en su Palabra, conocemos personalmente el efecto de su martillo. Este cae y rompe cada roca de orgullo y mancha en nosotros. Y nuestros corazones terminan quebrantados por como nuestros pecados lo han herido. “¿No es mi palabra… como martillo que quebranta la piedra?” (Jeremías 23:29). Luego viene el verdadero gozo.
2. Jeremías habla de comprometer el corazón a buscar al Señor (Jeremías 30:21).
Hallamos estos mismos patrones bíblicos en la vida de Jeremías. Este hombre también dispuso su corazón para buscar al Señor, y la Palabra de Dios vino a él. Una y otra vez leemos del profeta, “Palabra de Jehová vino a Jeremías.”
Muchos comentaristas llaman a Jeremías el profeta llorón, y eso es ciertamente verdad de él. Pero este hombre también nos trajo el evangelio más feliz y digno de alabanza en todo el Antiguo Testamento. Después de todo, él predijo la gloria venidera del nuevo pacto: “Haré con ellos pacto eterno, que no me volveré atrás de hacerles bien” (Jeremías 32:40). “Y el alma del sacerdote satisfaré con abundancia, y mi pueblo será saciado de mi bien, dice Jehová.” (31:14). “Los limpiare de toda su maldad” (33:8).
Ahora, esas son buenas noticias. El Nuevo Pacto esta lleno de misericordia, gracia, gozo, paz y bondad. Pero, como puedes ver, hay una historia detrás de cada palabra de Jeremías aquí. Y esa historia incluye un quebrantamiento que va mucho más allá de la capacidad de un ser humano.
Jeremías escribió, “¡Mis entrañas, mis entrañas¡ Me duelen las fibras de mi corazón; Mi corazón se agita dentro de mí, no callare; Porque sonido de trompeta has oído, oh alma mía pregón de guerra” (4:19). “¡Oh alma, si mi cabeza se hiciere aguas, y mis ojos fuente de lágrimas, para que llore día y noche los muertos de la hija de mi pueblo!” (9:1).
Jeremías estaba llorando con lágrimas santas, que no eran suyas. En realidad, este profeta verdaderamente oyó a Dios hablar de su propio lloro y corazón quebrantado. Primero, el Señor advirtió a Jeremías que iba a enviar juicio sobre Israel. Luego él dijo al profeta: “Por los montes levantare lloro y lamentación, y llanto por los pastizales del desierto” (9:10). La palabra griega para lamentación aquí significa lloro. Dios mismo estaba llorando por el juicio que vendría sobre su pueblo.
Cuando Jeremías oyó esto, él compartió la carga del lloro de Dios por su pueblo. Y también he conocido santos piadosos que han tomado esta carga. La hermana Basílea Schlink, la fundadora de la Iglesia Evangélica de la Hermandad de Maria en Alemania, fue una devota sierva de Cristo. Nos hicimos amigos a través de los años, y esta devota mujer parecía conocer de primera mano el llanto de la carga del corazón de Dios.
A menudo cuando yo visite el centro de ministerio de las hermanas y fui a la capilla y las encontré llorando. Ellas lloraban por muchas cosas, incluyendo el papel de su país en la matanza de Hitler a los judíos. Ellas lloraban por horas por tales transgresiones. Al principio, no podía comprender porque los creyentes escogieran llorar por horas en una sesión. Después comencé a aprender de la hermana las profundidades de la herida que Dios siente por nuestros pecados. Sus muchos escritos son conmovedoras expresiones de aquellas profundidades.
Yo también sentí algo de esta carga de llanto del Señor mismo durante un viaje de predicación reciente a las islas británicas. Mientras hablaba de la condición caída de la iglesia, un reportero británico me pregunto, “¿No tienes nada bueno que decir sobre la religión?”
Su pregunta me hizo pensar de la terrible condición de tanta gente joven de allí. Ellos están viviendo en las calles embriagándose en jaranas, drogándose, totalmente fuera de sí. Mientras tanto, la iglesia de Inglaterra esta “desSantificando” iglesia tras iglesia; esto es, cerrando las puertas de las casas de adoración que estuvieron abiertas por siglos.
Cuando hable en la capilla Westminster, la iglesia del gran predicador E. Stanley Jones, la gente joven llenaba los balcones. Ellos estaban hambrientos de oír algo, cualquier cosa, que hable de la esperanza en Dios. Cuando yo di la invitación al final ellos fueron en torrente a las habitaciones de oración, llorando y lamentando por sus vidas quebrantadas y desesperadas. Una muchacha de dieciocho años tenía la mirada vidriosa mientras estaba en la línea de oración. Ella me dijo, Señor Wilkerson, no puedo llorar. La iglesia se ha llevado mi fe. No siento nada ahora.”
En esta escena y muchas otras como esta, yo fui vencido por un quebrantamiento, más allá de mi propio adolorido corazón. Era el llanto del corazón de Dios, diciéndome “David, si alguna vez yo necesite un profeta que llore por mi casa, es aquí y ahora.”
Así qué, ¿Qué ocurre cuando compartimos la carga de lloro del corazón de Dios? El Señor comparte con nosotros a cambio su misma mente y pensamientos; Jeremías testifica de esto. A él fue dado un conocimiento discernidor de sus tiempos que lo capacitaron para ver lo que se avecinaba. “Porque Jehová de los ejércitos que te planto ha pronunciado mal contra ti… y Jehová me lo hizo saber, y lo conocí; entonces me hiciste ver tus obras.” (Jeremías 11:17-18).
Cualquier santo quebrantado y saturado con la Palabra le será dado un sentido para discernir los tiempos. De hecho, muchos en la iglesia no fueron sorprendidos por los ataques del 11 de septiembre del 2001. Durante meses antes del desastre, la iglesia Times Square tuvo servicios de intercesión donde el llanto prevaleció, sin saber de donde venia el juicio. Pero nosotros fuimos conscientes de que el juicio venia. De la misma manera, yo creo que cada ministro piadoso que conoce el corazón lloroso de Dios también tuvo conciencia del juicio inminente.
3. Daniel fue un hombre de otra clase que dispuso su rostro hacia el Señor.
Daniel fue también “un hombre de otra clase” que habla de ser quebrantado: Y volví mi rostro hacia Dios el Señor, buscándole en oración y ruego, en ayuno, cilicio y ceniza. Y ore a Jehová mi Dios e hice confesión” (Daniel 9:3-4). A cambio, Daniel fue capaz de discernir los tiempos, porque conocía el corazón de Dios. “…yo Daniel mire atentamente en los libros el número de los años de que hablo Jehová al profeta Jeremías” (Daniel 9:2). Además fue Daniel quien interpretó la visión de la roca cayendo de la montaña para aplastar todos los reinos del mundo.
¿Cómo llegó Daniel a este sendero de quebrantamiento, conocimiento y discernimiento? Esto comenzó con su estudio de la Palabra de Dios. Daniel permitió que las Escrituras se afirmarán completamente en él. Y él las cita a menudo y detalladamente, porque las había guardado en su corazón: “Como esta escrito en la ley…” (9:13).
En el capítulo 10, a este santo profeta le fue dada una visión de Cristo. “Y alce mis ojos y mire y he aquí un varón vestido de lino, y ceñido sus lomos de oro de Ufaz… y su rostro parecía como un relámpago, y sus ojos como antorchas de fuego… y el sonido de sus palabras como el estruendo de una multitud.” (10:5-6).
Ahora, había otros hombres con Daniel cuando él vio la visión. Y estos hombres tenían que ser creyentes. En su cautividad, Daniel había establecido una norma para si mismo de no asociarse con los malvados. Sin embargo estos creyentes que estaban con el ahora no eran “hombres de otra clase,” como Daniel. Así que cuando vino la visión aquellos hombres huyeron. “Y solo yo, Daniel, vi aquella visión, y no la vieron los hombres que estaban conmigo, sino que se apodero de ellos un gran temor, y huyeron y se escondieron.” (10-7).
La presencia santa de Dios había enviado a estos hombres a correr en temor. Y sabemos que solamente corazones llenos de pecados ocultos pueden causar tal temor de la presencia del Señor.
Esto me lleva a una palabra final sobre el asunto de ser un creyente “de otra clase.” He estado pensando mucho últimamente sobre el día cuando compareceremos delante del Señor, en el juicio. En ese día, vamos a estar de pie delante de Cristo ambos hombre y Dios. Como nosotros, Jesús camino en la tierra, hablo con otros hombres y fue tocado por todos los sentimientos humanos. Y ahora, mientras cada uno comparecerá delante de él, veremos inmediatamente, un brillo en su ojo o una mirada herida.
Pienso en las palabras de Samuel a Saúl: “Locamente has hecho; no guardaste el mandamiento de Jehová tu Dios que el te había ordenado, pues ahora Jehová hubiera confirmado tu reino sobre Israel para siempre. Mas ahora tu reino no será duradero. Jehová se ha buscado un varón conforme a su corazón,” (1Samuel 13:13-14).
Saúl estará allí aquel día, junto a nosotros. Me pregunto que le dirá el Señor en aquel entonces. ¿Será algo como lo siguiente?
“Saúl, déjame mostrarte lo que yo tenia en mente para ti. Tú hubieras sido un padre tierno para David. Y la nación que gobernaste hubiera estado sobre sus rodillas en humildad delante de mí. Tú hubieras ganado para Israel el respeto de las naciones a su alrededor. Y mi pueblo hubiera gozado de paz como un rió. Yo te hubiera dado honor y un nombre que hubiera tenido el mismo sello de Dios sobre él.
“Pero todo resulto diferente. Tú abortaste mis planes para ti, porque no tomaste mi Palabra seriamente. En cambio, permitiste que los celos, la amargura, y la falta de perdón te robaran todo. Saúl, mira lo que perdiste.”
“Pero todo resulto diferente. Tú abortaste mis planes para ti, porque no tomaste mi Palabra seriamente. En cambio, permitiste que los celos, la amargura, y la falta de perdón te robaran todo. Saúl, mira lo que perdiste.”
Querido santo, estamos viviendo en tiempos de vida y muerte ahora mismo. Y es tiempo de escoger entre el camino a la vida espiritual y la obediencia, o el camino de la muerte espiritual e hipocresía. Considera las palabras de Moisés: “A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición, escoge pues la vida, para que vivas tu y tu descendencia.” (Deuteronomio 30:19).
Te insto, dispón tu corazón hoy a buscar a Dios con toda diligencia y determinación. Luego ve a la Palabra con un amor y deseo siempre creciente. Ora con ayuno para quebrantamiento, para recibir su carga. Finalmente, confiesa y abandona todo lo que impide que el Espíritu Santo abra las bendiciones del cielo para ti. El camino de los “hombres de otra clase” esta abierto a todos; ¿Caminaras por él?

Fuente: David Wilkerson

martes, 17 de noviembre de 2009

LA PRESENCIA DE DIOS

EL VELO RAZGADO
Teniendo libertad para entrar en el santuario por la sangre de Jesús. Hebreos 10: 19
Entre los dichos famosos de los padres de la Iglesia ninguno es tan famoso como aquel de Agustín: “Tú nos hiciste para tí, y nuestros corazones no descansarán tranquilos hasta que no descansen en tí.”
El eminente santo expresa aquí, en pocas palabras, el origen y la vida interior de la raza humana. Dios nos hizo para sí, y esta es la única explicación que satisface el corazón del hombre que piensa, no importa lo que diga su razón. Si la falta de cultura y la perversidad hacen que alguien piense de otro modo, y llegue a otra conclusión, hay poco que algún cristiano pueda hacer por él. Para tal persona no tengo ningún mensaje.
Me dirijo a los que han sido enseñados en secreto por la sabiduría de Dios; me dirijo a los corazones sedientos, que han sido despertados por el toque de Dios en su fuero íntimo, y que no necesitan pruebas para saber lo que ha ocurrido muy adentro de sus almas.
La inquietud de su corazón es toda la evidencia que necesitan. Dios nos hizo para sí. El Compendio de Catecismo “aprobado por la Sagrada Asamblea de Westminster,” según consta en los textos de la Nueva Inglaterra, contiene las antiguas preguntas qué y por qué, y contesta con una sola frase que difícilmente podría ser superada en obras no inspiradas. Pregunta “¿Cuál es el fin principal de la existencia del hombre?”
“El fin principal de la existencia del hombre es glorificar a Dios y gozar de su presencia por siempre jamás”.
Concuerdan con esto los veinticuatro ancianos que cayeron sobre sus rostros y adoraron a aquel que vive y vivirá por los siglo de los siglos, diciendo, “Señor, digno eres de recibir gloria, y honra y virtud; porque tú criaste todas las cosas, y por tu voluntad tienen ser y fueron criadas” (Apocalipsis 4:11).
Dios nos hizo para su placer, y nos hizo de tal manera que es posible para nosotros y él gustar de la dulce comunión de los seres afines Esto significa para nosotros poder verle, caminar en compañía de él y gustar de su sonrisa. Pero nosotros nos hemos hecho culpables de esa “vil sublevación” de que habla Miltón en El Paraíso Perdido respecto de Satán y sus ángeles.
Nos hemos separado de Dios. Hemos dejado de obedecerle y amarle, y a causa de nuestra culpa y el miedo que se apoderó de nosotros, hemos huido de él cuan lejos pudimos.
Pero, ¿quién puede huir de su presencia cuando los cielos, y los cielos de los cielos no pueden contenerle? Cuando como lo dice el sabio Salomón “el Espíritu del Señor llena la tierra!’
La omnipresencia de Dios es una cosa, y es un hecho solemne, necesario para su perfección. Pero la manifestación de su presencia es otra cosa muy distinta. Y hemos huido de la presencia de Dios, como huyó Adán cuando se ocultó entre los árboles del huerto, o hemos exclamado como Pedro, “¡Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador!”
Así es como el hombre vive en la tierra alejado de la presencia de Dios, y por consiguiente, sin disfrutar del sitio que le corresponde. La pérdida de ese estado y condición para que fuera creado, es la causa de su incesante desasosiego.
La obra completa de Dios en la redención tiene por objeto desbaratar los efectos de aquella vil sublevación, y ponernos otra vez en correcta y eterna relación con él. Para eso es necesario que nos despojemos de nuestros pecados, que se efectúe la entera reconciliación con Dios y vivamos de nuevo en su presencia como antes.
La gracia preveniente de Dios es la que nos induce a buscarle y volver a su presencia. Esta gracia la notamos cuando hay inquietud y hambre en nuestro corazón, y nos sentimos impulsados a decir, “Me levantaré, e iré a mi Padre, y le diré: Padre, he pecado.”
Esta decisión es el primer paso, y como dijo el sabio chino Lao-Tsé, la ruta de mil millas comienza siempre con un paso”.
El viaje interior del alma desde las malezas del pecado hasta la presencia de Dios lo tenemos ilustrado hermosamente en el Tabernáculo del Antiguo Testamento.
Cuando el pecador se acercaba a Dios entraba primeramente al atrio, donde ofrecía una víctima, inmolada en el altar de bronce. Enseguida se lavaba en la fuente, también de bronce, que estaba al lado del altar.
Luego entraba al lugar santo, que no tenía más luz que la del candelabro de siete brazos, emblema de Jesucristo, la luz del mundo. En el lugar santo se hallaban también la mesa de los panes, figura de Cristo, el Pan de vida, y el altar de oro, donde se quemaba el incienso continuamente, figura de las incesantes oraciones.
Aun cuando un creyente se goce estando en el culto, eso no quiere decir que ha entrado a la presencia de Dios. Hay otro velo que separa el lugar santo del santísimo. En el lugar santísimo se hallaba el arca del pacto, toda recubierta de oro, con los querubines de gloria, también de oro.
Sobre la tapa del arca, llamada el propiciatorio, se manifestaba la gloria de Dios. Mientras el Tabernáculo estuvo en funciones, solo el sumo sacerdote, y una vez al año, podía entrar a este lugar santísimo, y no sin sangre, que ofrecía por sus propios pecados y los de todo el pueblo.
Este velo espeso fue el que se rasgó en dos, de alto a abajo cuando Jesús murió en la cruz. El escritor sagrado nos dice que este velo rasgado indica que ahora está abierto y libre el camino al cielo, por medio del cuerpo de Cristo abierto en la cruz.
Todo lo que enseña el Nuevo Testamento concuerda con el Antiguo. Los redimidos de hoy no tienen por qué tener miedo de entrar al lugar santísimo. Dios quiere que nos abramos paso hasta su presencia, y que pasemos toda la vida allí. Y esto debe ser para nosotros una experiencia conciente. Una vida que se vive, cada día, más que una mera doctrina que se cree.
La luz que brillaba sobre el propiciatorio (Éxodo 40:34-38) era la manifestación visible de la presencia de Dios y el emblema de la orden de los levitas. Sin ella todo el culto del Tabernáculo y todo el sistema sacerdotal levítico carecerían de significado para Israel y para nosotros. Lo más importante del Tabernáculo era que la presencia de Jehová estaba allí. Allí, detrás del pesado velo, estaba Dios.
Del mismo modo la presencia de Cristo en el alma del creyente es el hecho más importante del cristianismo. En el corazón del mensaje del evangelio está el propio Dios en persona, esperando que sus redimidos lo acepten y se den cuenta de su presencia.
La clase de cristianismo actualmente de moda parece tener una noción solamente teórica de la presencia de Dios. Los que lo enseñan no parecen entender el privilegio que tiene el cristiano de saber que cuenta con la presencia de Dios. Se dice que estamos en la divina presencia posicionalmente, pero nada se menciona de la necesidad de estar en esa presencia experimentalmente.
El fervor ardiente que inflamó a tantos hombres de Dios en el pasado parece haber desaparecido completamente. La actual generación de cristianos se mide a sí misma por esta medida imperfecta. Un contentamiento innoble ha reemplazado al celo ardiente. Nos declaramos satisfechos con nuestras posiciones legales y poco nos importa la presencia o no presencia de Dios en nuestra vida.
¿Quién es éste que brilla detrás del velo con llamas ardientes? No es otro que Dios mismo, “el Dios Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra y de todas las cosas visibles e invisibles!’ Y, “un solo Señor Jesucristo, el unigénito Hijo de Dios, que estuvo con el Padre antes de la creación de los mundos; Dios de dioses, luz de luces, el propio Dios, engendrado por el Padre, no hecho por él, pues es de la misma sustancia del Padre’.’ Y, “el Espíritu Santo, Señor y Dador de la vida, que procede del Padre y del Hijo, el cual juntamente con el Padre y el Hijo, es adorado y glorificado, constituyendo un solo Trino Dios, la Trinidad unificada; sin confundir las personas ni separar la sustancia. Porque el Padre constituye una persona, el Hijo otra, y otra el Espíritu Santo, con la misma gloria y la misma eterna majestad.” Así rezan los antiguos credos, y lo mismo declara la inspirada Palabra de Dios, la Biblia.
Detrás del velo está Dios. Ese Dios en pos del cual, con extraña inconsistencia, el mundo ha seguido en busca a ver si “por casualidad” daba con él. Dios se ha revelado en la naturaleza, y más perfectamente en la encarnación. Ahora quiere revelarse en plenitud a los humildes de alma y puros de corazón.
El mundo está pereciendo porque no conoce a Dios, y la iglesia languidece porque no goza de su presencia. La cura inmediata de todos nuestros males espirituales sería entrar a disfrutar de la presencia de Dios, y comprender que él está en nosotros y nosotros en él. Esto nos sacaría de nuestra lamentable estrechez y ensancharía nuestros corazones.
Quemaría las impurezas de nuestra vida como quema los insectos y los hongos el fuego que estalla en el zarzal. ¡Cuan vasto mundo para recorrer y cuan inmenso mar para nadar es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo! Es eterno, lo cual significa que su existencia es anterior a los tiempos y estos no lo afectan en nada.
El tiempo comienza y termina con él. Es inmutable, lo cual quiere decir que nunca ha cambiado y que no puede cambiar en la más ligera medida. Para cambiar tendría que pasar de lo mejor a lo peor o de lo peor a lo mejor. El no puede pasar jamás por ningún cambio de esa clase, porque siendo como es, perfecto, no puede ser más perfecto; y si llegase a ser menos perfecto ya no sería Dios.
Dios es omnisciente, y esto significa que sin esfuerzo alguno él ve y conoce todo lo que existe y todo lo que ocurre. Para él no hay pasado ni futuro. El es lo que es y no se le puede aplicar ninguna de las otras calificaciones que se aplican a los seres creados. El amor, la misericordia y la justicia son suyas en grado perfecto, y su santidad es tan inefable que es imposible compararla con nada más, ni hay palabras capaces de expresarla.
El fuego es lo único que puede darnos remotamente una vaga idea de ello. En la zarza que vio Moisés apareció en forma de llamas; en el prolongado viaje por el desierto se mostró en forma de columna de humo de día y de fuego de noche. El fuego que ardía entre las alas de los querubines, recibía el nombre de shekinah, que significa “presencia.” Así se manifestó Dios durante los años prósperos y felices de Israel. Y cuando la antigua dispensación fue reemplazada por la nueva, en el día de Pentecostés, descendió en forma de lenguas de fuego que se asentaron sobre los discípulos.
Spinoza habló acerca del amor intelectual de Dios. Pero el más alto grado del amor de Dios no es intelectual, sino espiritual. Dios es espíritu, y únicamente el espíritu del hombre puede llegar a conocerlo en realidad. El fuego divino debe arder en las profundidades del espíritu del hombre. Al no ser así, el amor del hombre no puede ser verdadero amor de Dios. Los grandes en el Reino de Dios son aquellos que lo han amado a El en el espíritu más que otros.
Nosotros sabemos quiénes han sido éstos, y les rendimos el tributo de nuestra admiración. Basta que nos detengamos un minuto a pensar en ellos para que sus nombres desfilen ante nosotros con un perfume de mirra, casia y áloe.
Federico Faber fue una de esas almas que ansiaba conocer a Dios, y vivir cerca de él, como el corzo ansia las aguas para beber de ellas. Y la manera en que Dios se revela al corazón que le busca, inflama toda la vida del hombre, con un deseo tal de adorarle que rivaliza con el de los mismos serafines. El amor que siente por Dios se extiende a las otras personas del Dios trino, pero sabe sentir un amor especial por cada una de ellas. A Dios el Padre le canta:
Solo el pensar en ti, mi Dios, ¡cuánto placer me da!Solo tu nombre mencionar, trae felicidad.
Padre de Cristo, don de amor, bien puedo imaginarLa dicha inmensa que dará tu rostro contemplar.
Su amor por Jesucristo era tan intenso que amenazó con consumirlo; ardía en él como una dulce y santa locura, y fluía de sus labios como oro derretido. Dice en uno de sus sermones, “Dondequiera que miremos en la iglesia, allí está Jesús. El es el principio, el medio y el final de todo.
No hay nada bueno, nada santo, nada hermoso, nada deleitable, que El no lo dé a sus siervos. Nadie necesita ser pobre, porque si él lo quiere, Jesús puede ser suyo. Nadie necesita abatirse, porque Jesús es el gozo del cielo, y lo que él más desea, es entrar en los corazones tristes.
Podemos exagerar muchas cosas, pero jamás las obligaciones que tenemos para con él, ni la abundancia del amor que él tiene para nosotros. Podemos estar toda la vida hablando de Jesús, y aún no agotaríamos todo lo bello que podemos decir de él.
La eternidad no bastará para llegar a conocerlo por completo, ni para alabarle por todo lo que ha hecho por nosotros. Pero eso no importa, porque de todos modos estaremos siempre con él, y no queremos hacer otra cosa.”
Luego, dirigiéndose al Señor, dice:
Te amo tanto, Salvador, prendado estoy de ti. Tu amor es fuego abrasador que me consume a mí.
El ardiente amor de Faber se extendía también al Espíritu Santo. No solo reconocía la igualdad del Espíritu con el Padre y el Hijo, sino que también lo celebraba en sus cantos y oraciones. Se inclinaba literalmente, hasta tocar el suelo con su frente cuando celebraba un férvido culto a la tercera Persona de la Trinidad.
En uno de los grandes himnos que dedicó al Espíritu Santo, dice:’
Espíritu Santo, sin par tu incomparable amor jamás lo podré yo explicar al pobre pecador. Aun a riesgo de cansar al lector, he hecho estas acotaciones para señalar que Dios es tan maravilloso, tan completamente deleitoso, que sin ninguna otra cosa mas que su presencia, puede satisfacer los más exigentes anhelos de la naturaleza humana, por más exigente que ésta sea.
La adoración y el culto que Faber practicaba (y él pertenece a esa gran compañía que nadie puede contar) no es de las que se adquieren por el mero conocimiento intelectual. Los corazones capaces de quebrantarse hasta lo sumo, movidos por el amor al Dios trino y único, son aquellos que han estado en presencia de la Deidad, y la han contemplado con ojos despejados.
Los hombres de corazón quebrantado son incomprensibles para la gente común.
Ellos hablan habitualmente con autoridad espiritual. Han estado en la presencia de Dios, y hablan de lo que han visto allí. Son profetas, no escribas. El escriba habla de lo que ha leído; el profeta relata lo que ha visto.
Esta distinción no es imaginaria. Entre el escriba que ha leído y el profeta que ha visto hay una separación abismal. Hoy en día tenemos infinidad de escribas, pero muy pocos profetas.
La voz estridente de los escribas aturde a los oídos de la iglesia, pero ¿dónde está la voz suave de los profetas que han pasado más allá del velo, y han echado un vistazo a esa Maravilla que es Dios? Y tengamos en cuenta, este privilegio de entrar adentro del velo hasta la santa presencia, es el derecho de cada hijo de Dios en el día presente.
Habiendo desaparecido el velo de separación, por el cuerpo desgarrado de Cristo, y no habiendo por parte de Dios ningún impedimento para acercarnos a él, ¿por qué es que nos mantenemos afuera? ¿Por qué nos conformamos con vivir en el atrio, cuando podemos entrar hasta el lugar santísimo?
Le oímos decir al novio, “Déjame ver tu rostro, déjame oír tu voz, porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu aspecto” (Cantares 2:14)
Nos damos cuenta que estas palabras se dirigen a nosotros, sin embargo, tardamos en responder a ellas. Pasan los años, nos envejecemos, y nos cansamos de merodear por el patio exterior. ¿Qué es lo que nos impide entrar?
La respuesta que se da generalmente es que “estamos fríos” pero esto no explica la realidad de las cosas. Lo que ocurre es algo más grave que la frialdad del corazón. Hay algo que está oculto y que provoca esa frialdad.
¿Qué es ese algo? No es otra cosa que el velo de separación que conservamos en el corazón. Este velo impide que veamos el rostro de Dios. Y no es otro que el velo de nuestra naturaleza humana caída, que aún no ha sido juzgada, crucificada y repudiada dentro de nosotros. Es el velo, de la supervivencia de nuestro “yo,” que nunca hemos querido doblegar, y que no hemos sometido a la crucifixión.
Este velo sombrío nada tiene de misterioso, ni es difícil identificarlo. Basta que echemos una mirada a nuestro corazón para que lo veamos, recosido y remendado y reinstalado, verdadero enemigo de nuestra vida y real impedimento de nuestro progreso espiritual.
Este velo no es bonito, y no nos gusta hablar de él. Pero me estoy dirigiendo a almas sedientas que se han determinado seguir a Dios, y yo sé que ellas no se volverán atrás porque el camino pasa a través de cerros sombríos. La urgencia de Dios que sienten en su interior los impulsará a seguir. Harán frente a los hechos, por desagradables que éstos sean, y soportarán la carga de la cruz por el gozo que les espera. Por eso me atrevo a mencionar los hilos con los cuales se ha tejido ese velo interior.
Está entretejido con los delicados hilos del egoísmo, cruzados con los pecados del espíritu humano. Esto no es algo que nosotros hacemos, sino algo que nosotros somos, y en esto reside su sutileza y poder.
Para ser específicos, estos pecados del ser interior son la justificación propia, la propia conmiseración, la autosuficiencia, la admiración de sí mismo y el amor propio. Y otra cantidad de pecados semejantes. Ellos están tan profundamente metidos en nuestra naturaleza, y son tan semejantes a nuestro modo de ser que es muy difícil verlos, hasta que la luz de Dios se enfoca sobre ellos.
Las manifestaciones más groseras de estos pecados, egoísmo, exhibicionismo, auto alabanza, que exhiben aun grandes líderes cristianos, son toleradas en los círculos más ortodoxos, aunque parezca extraño que lo digamos. Muchas personas llegan hasta identificarlos con el evangelio.
No es cinismo decir que dichas cualidades han llegado a ser requisito imprescindible para lograr popularidad y prestigio. La exaltación del individuo, más que la de Cristo, es tan común que a nadie le llama ya la atención.
Podría suponerse que la correcta enseñanza de la depravación humana y la justificación en Cristo, nos librarían de estos feos pecados, pero no es así. El pecado del yoísmo es tan presuntuoso que puede medrar al lado mismo del altar. Puede ver morir a la sangrante Víctima, sin inmutarse en lo más mínimo. Puede defender con calor las doctrinas fundamentales y predicar con elocuencia la salvación por gracia, y sentirse halagado por estos esfuerzos.
Hasta el mismo deseo de buscar a Dios parece servir para que el yoísmo se afirme y crezca. El “yo” es el velo opaco que nos oculta el rostro de Dios.
Lo único que puede quitarlo es la experiencia espiritual, nunca la instrucción religiosa. Tratar de hacerlo así es como querer curar el cáncer con tratados de medicina.
Antes que seamos librados de ese velo, Dios tiene que hacer una obra destructiva en nosotros. Tenemos que invitar a la cruz que haga su obra dentro de nosotros. Debemos poner nuestros pecados del “yo” personal delante de la cruz para que sean juzgados. Debemos estar dispuestos a sufrir cierta clase de sufrimientos, tales como los que sufrió Jesús cuando estuvo delante de Pilato.
Tengamos en cuenta que al hablar de rasgar el velo, estamos usando una figura poética que es placentera, pero la experiencia real en sí nada tiene de agradable. En la experiencia humana ese velo se forma de tejidos espirituales vivientes; está constituido de ese material sensible y vacilante que es nuestro ser. Cualquier cosa que lo toca nos hiere a nosotros con vivo dolor.
Arrancar ese velo es hacernos daño, nos lastima y nos hace sangrar. Decir otra cosa es hacer que la cruz no sea cruz y la muerte no. sea muerte.
Nunca será divertido morir. Desgarrar la tela de que está compuesta la vida nunca dejará de ser doloroso. Pero eso es lo que la cruz significó para Jesús y es lo que debe significar para nosotros.
Tengamos cuidado de no tratar chapuceramente con nuestra vida interior con la esperanza de rasgar nosotros mismos el velo. Dios tiene que hacer eso.
La parte nuestra debe ser entregarnos y confiar. Debemos confesar, desechar, resistir nuestros antojos y egoísmos, y darnos por co-crucificados con Cristo. Pero esta co-crucifixión no debe ser una laxa “aceptación” de Cristo, sino una verdadera obra hecha por Dios.
No podemos conformarnos solamente con creer en una bonita y agradable doctrina de la crucifixión del yo. Si esto hiciéramos, estaríamos imitando a Saúl, que sacrificó algunas cosas, pero reservó para sí lo mejor del despojo.
Insistamos en que la obra sea hecha conforme a la mejor doctrina y también en la más completa realidad.
La cruz es tosca, y mortal, pero es efectiva. No deja a las víctimas colgando indefinidamente de ella. Llega el momento cuando la obra queda consumada y la víctima muere. Es después de la muerte que viene el gozo de la resurrección y la alegría de ver rasgado el velo.
Entonces olvidamos los dolores que ha costado, y disfrutamos de la gloria de la presencia del Dios vivo.
Señor, ¡cuan preciosos son tus caminos, y cuan inciertos y sombríos son los nuestros!
Enséñanos a morir, para que nos levantemos después a novedad de vida. Rasga de alto a abajo el velo de nuestro egoísmo, como rasgaste en dos el velo del templo. Nosotros nos acercaremos a tí en plena certidumbre de fe.
Moraremos diariamente contigo aquí en la tierra, para acostumbrarnos a la gloria del cielo cuando lleguemos allá, para estar eternamente a tu lado.
En el nombre de Jesús, Amén.

Fuente: www.renuevodeplenitud.com